Algo más angustiante que el cambio climático

Por Juan Manuel López Caballero
Analista e Investigador

Procesos como el cambio climático o la lucha contra la pobreza o los problemas migratorios serán continuamente noticia porque no tienen momentos decisivos.

Estamos en cambio ante un hito que puede alterar la historia del mundo; o por lo menos es interesante que parece que así lo ven los votantes americanos.

En efecto, la polarización y los candidatos han llevado a que el debate electoral no gire alrededor de los temas ordinarios como los impuestos o la salud, la educación o el empleo, sino que lo que se le presenta al elector son temas como la posibilidad de una tercera guerra mundial, o de una guerra civil, o la amenaza de un gobierno que internamente acabaría con la democracia y que por lo mismo sustituiría la  defensa de ella por el ejercicio de una tiranía global. Esto –parece obvio–también debería ser parte de nuestras preocupaciones.

Ahora, lo que elegirán los americanos –o en buena parte lo que sienten que elegirán– es hasta dónde el estado de derecho es válido y defendible. 

Porque, por ejemplo, nunca se había puesto tan en entredicho la validez del sistema de justicia. Trump no se ha limitado a atacar y cuestionar a los operadores –fiscales y jueces–; nunca se había llegado al nivel de irrespeto, tanto por los pronunciamientos como hacia las personas mismas que los emiten.

En la práctica, escoger la opción Trump –como lo harían si lograra ganar– es reconocer que todo el sistema electoral pudo haber fallado; o que la administración de justicia es un instrumento del ejecutivo; o que el enfrentamiento político trasciende a las instituciones tal y como existen hoy. Es decir, en cualquier caso, que la estructura o modelo de democracia que ha regido a esa nación ya no se reconoce y que, en consecuencia, como lo promete Trump, puede desconocer el resultado que se llegue a dar si no lo favorece, o utilizar el abuso de poder para repetir en contra de las instancias que lo han «perseguido».

El dilema que resolverán estas elecciones –y son las opciones que se tramitan desde las primarias– no es simplemente cuál es menos peor de los dos candidatos (ya que ambos tienen rechazo según las encuestas), sino cuál va a ser el talante de los Estados Unidos líder en el escenario mundial.

Se compara incluso con la situación previa a la guerra civil americana, no solo en cuanto incidirá en la geopolítica, sino en la medida en que el enfrentamiento entonces era igualmente radical alrededor de la naturaleza del Estado que deseaba cada una de las partes, Unión o Confederación (así estuvieran de por medio temas como la esclavitud o la vocación agrícola o industrial de cada parte).

Lo que caracteriza en buena medida los comicios americanos es también de naturaleza geográfica (como entonces Norte y Sur). En el interior los ciudadanos viven en función del mundo inmediato que los rodea, su sentido de pertenencia es respecto a su propio Estado, no contextualizan temas internacionales y hasta cierto punto el régimen federal también les es lejano. Votan más en función de las medidas que los afectan, más que de políticas de Estado, y en gran parte según sus creencias religiosas. Creen verdaderamente que Estados Unidos es el bueno del paseo, y que lo que no coincida con lo que su país defiende es porque es enemigo del bien que ellos representan.

Por eso, para ese conservadurismo del ciudadano medio estadunidense, Trump encarna el liderazgo que se les ha vendido como el «destino manifiesto» como nación.

Eso que han aplicado a su visión del mundo los lleva a aplicarlo internamente en la escogencia que les toca hacer: por encima de cualquier ética y respeto hacia cualquier valor, se debe imponer la convicción propia. Por eso en las encuestas casi una tercera parte de los ciudadanos están de acuerdo con la frase de «un verdadero patriota americano debe acudir a la violencia para defender nuestro pais», entendiéndose esto como afirmación válida tanto para quienes piensan que peligra su sistema democrático (argumento de Biden y su partido) como para aquellos a los que se les ha vendido la idea que eso es lo que ha sucedido en contra de Trump; y válido también para la visión internacional trumpiana del MAGA (volver a América grande de nuevo) o la función de paradigma y defensor del sistema democrático como lo entende Biden.

Al resto del mundo –diría que entre nosotros a la inmensa mayoría– nos parece insólito que Trump pueda ser candidato con todo en lo que van los procesos jurídicos que se adelantan en su contra. Pero lo que resulta aún más incomprensible es que pueda ser elegido y, eventualmente, gobernar desde la cárcel e incluso decretarse él mismo el perdón judicial.  

 

¿De dónde vienen las emociones?

Por Santiago Londoño Uribe
Abogado; magister en Derecho Internacional

Empezó el semestre escolar y eso, para los padres de familia de niños y niñas, quiere decir que nos metemos de nuevo en el contexto de la «política de la clase», el mapa cambiante de las alianzas de recreo y los dramas profundos de la amistad. Ya lo he dicho en otras columnas, para mí ser padre ha sido una aventura retadora y hermosa y una disculpa para meterme a reflexionar en los más variados temas. Confieso, creo que como cualquier papá, que en ocasiones me siento perdido y, ante ciertas situaciones que afectan a mi hija de 10 años, impotente. 

La semana pasada y luego de que nuestra hija nos pidiera, implorara, que dejáramos de hablar sobre cierta situación porque «¡tengo demasiadas emociones juntas y no puedo más!» me quedé pensando en el tema de las emociones. ¿Qué son? ¿Dónde nacen? ¿Para qué sirven? ¿Estamos a merced de ellas? ¿Qué tan controlables son? Hablamos muy a la ligera sobre las emociones. Decimos, por ejemplo, que fulano o sutana nos hacen sentir esta emoción o que esa situación es muy emocionante. Cuando buscamos el lugar de las emociones muchas veces señalamos la zona abdominal y es normal que digamos que tenemos emociones encontradas. 

El tema ha sido tratado de muchas maneras a través de los tiempos por filósofos, poetas, novelistas, científicos, místicos, profetas. Las emociones son rasgo, equipaje, expresión e inspiración. La neurociencia es uno de los campos que más han avanzado en los últimos años en el estudio de las emociones, debido a nuevas tecnologías y a descubrimientos en los campos de la medicina y la bioquímica. Hoy, entendemos mucho mejor el sistema nervioso y su capacidad de producir y regular emociones, pensamientos y funciones básicas y avanzadas del cuerpo. 

Uno de los descubrimientos más apasionantes en el campo mencionado es aquel que afirma que nuestro cerebro, más que un simple intérprete de la realidad, es un gran contador de historias y un creador de realidades. La psicóloga cognitiva y experta en neurociencia Lisa Feldman Barret publicó en 2017 un libro llamado Cómo se construyen las emociones. La vida secreta del cerebro. En él, y a partir de múltiples experimentos, la investigadora concluye que el cerebro es, ante todo y por las exigencias de millones de años de evolución, un órgano de anticipación. Nuestro cerebro recibe información de millones de sensores sobre lo que pasa en nuestro cuerpo y en el contexto que nos rodea y con esa información(siempre limitada), y en milisegundos, intenta adelantarse a los acontecimientos. Este proceso sigue siendo un resultado directo de la necesidad de sobrevivir en ambientes complejos con poco acceso a alimento y múltiples amenazas. 

Las emociones, afirma Feldman, no son lo que nos pasa ni lo que llega de afuera, ni se nos imponen de ninguna forma. Las emociones son ilusiones creadas por el cerebro para preparar una respuesta ante la información que llega. La respuesta, y por eso hablamos de que el cerebro anticipa o predice, se da a partir de lo que el cerebro ha hecho antes en situaciones similares, es decir, de la experiencia. Porque es peligroso (por lento) y porque consume mucha energía, el cerebro no puede analizar tranquilamente cada situación que enfrentamos o cada decisión que tomamos. El cerebro aprende y luego aplica. Las emociones, entonces, son la proyección aprendida por el cerebro ante condiciones externas. 

La conclusión de la psicóloga es que, como las emociones son proyecciones aprendidas sobre el mundo que nos rodea, el cerebro tiene toda la capacidad de aprender otras proyecciones; es decir, de plantearnos emociones diferentes. No estamos condenados a ninguna mezcla de emociones y somos los únicos responsables, nuestro cerebro lo es, de la existencia de las emociones que vivimos. 

Nuestro cerebro acumula experiencias y aprende. Esos aprendizajes marcan la manera como surgen las emociones. Aprender nuevos temas, vivir nuevas situaciones, compartir con personas diferentes. Todos las anteriores son formas de incidir en las experiencias del cerebro y, por ende, en los cuentos que nosotros mismos nos echamos y sobre los cuales actuamos. 

Pienso nuevamente en mi hija, en las experiencias que acumula y en cómo su cerebro anticipa. Pienso en las emociones que en ocasiones la abruman. Como cualquier papá quiero evitarle emociones tristes, pero tengo claro que nadie vive por otro y que mis propias experiencias, errores y aciertos no se pueden, afortunadamente, trasladar. La vida, finalmente, es ir acumulando experiencias y relaciones para enseñarnos, con apoyo y compañía, a contar mejores historias acompañadas de emociones plácidas (en línea con Mauricio García Villegas). 

***

Hablando de emociones, ¡Un Pasquín ha llegado a la mayoría de edad! 18 años de independencia y buenas letras. Gracias, Vladdo, por el esfuerzo; por mantener vivo este espacio y por permitirnos a muchos compartir y aprender.   

*Abogado; magister en Derecho Internacional.

Los límites de mi mundo

Por Juan Manuel Ruiz
Periodista, Director de Radio Red
@jmruizmachado

De Ludwig Wittgenstein (1889-1951) vine a saber cuando estudiaba en la universidad. Un grupo de jóvenes intelectuales, que ya eran profesores universitarios, me invitó a hacer parte de su tertulia en calidad de observador, sin voz ni voto. Si bien la mayoría profesaba su admiración por Nietzsche, Spinoza, Husserl, un par de ellos se apartaba de esa tendencia y se iba por propuestas más complejas.

A pesar de que pronto caí en la tentación de devorar Más allá del bien y del mal, y por ahí de paso terminé leyendo a Freud, siempre me llamó poderosamente la atención un texto que leí del filósofo austríaco que había escrito una frase enigmática: «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». El autor me lo reveló el profesor Jorge Iván Cruz, uno de los hombres más grandes que he conocido.

Por razones realistas y pragmáticas, mi interés iba más hacia el conocimiento del lenguaje que por el amor a la sabiduría. Como periodista en potencia, admirador del mensaje y la palabra, me obsesionaba conocer esas herramientas para narrar, describir el mundo, la heterogeneidad de la existencia. Pero igualmente por hechos obvios (muy joven me enrolé en el mundo del trabajo), terminé aplazando la búsqueda de las respuestas a esas inquietudes iniciales que me planteaba en relación con la manera como podía comunicarme mejor con mi entorno y de paso comunicarlo a los demás.

Al cabo de muchos años volví a caer en Wittgenstein. Lo hice inicialmente recalando en su biografía, grandiosa y llamativa como trágica. Ahí supe que era descendiente de un hombre que había llegado a ser el más rico del mundo; que su existencia, la de Ludwig, había sido privilegiada en exceso y llena de retos y exigencias. Tres de sus hermanos, herederos como él de una inmensa fortuna, prefirieron suicidarse, supuestamente por creer que no estaban a la altura de las demandas de su poderoso padre.

Leyendo y leyendo más sobre su vida y su obra, retomé la frase que el tiempo ayudaba a decantar con la contribución de la experiencia. A partir de mis propias vivencias, empecé a darle sentido a esa expresión y acepté, igualmente, que los límites de mi pequeño, reducido mundo eran también los límites de mi lenguaje. ¿Pero de qué lenguaje estábamos hablando?

Me conecté con Wittgenstein en sus formulaciones
fundamentales, sin reparar siquiera en las contradicciones
que él mismo detectó en su propia obra

Ahí estaba la cuestión; no solo era asunto de lo escrito y de lo verbal. «Nuestro lenguaje, y las formas de nuestro lenguaje, moldean nuestra naturaleza, dan forma a nuestro pensamiento, e impregnan nuestras vidas», decía el filósofo vienés en su Tractatus Logico-Philosophicus.

Cuando empecé a conocer personas nuevas, totalmente diferentes a mí, y a viajar por el mundo, a descubrir otros países, otras voces y otros ámbitos –como dice Capote–, comprendí que había muchos lenguajes. El de la música, el de los olores, el del amor fraterno. El lenguaje de la amistad, las expresiones silenciosas de la solidaridad. También la historia tiene su propio lenguaje, como ciertamente lo tienen la guerra y el odio. El lenguaje del color, el de la naturaleza. En alguna ocasión, mientras caminaba a orillas de los lagos de Plitvice, en Croacia, lejos del bullicio humano pero acompañado de los sonidos del agua y el canto de los pájaros, recuperé nociones sobre la conexión de la que somos capaces con nuestro entorno, como me había pasado a orillas de la represa del Neusa, cerca de Bogotá: el lenguaje de la paz y del sosiego, que solo se entiende cuando somos capaces de alcanzar algún nivel de introspección.

Las afirmaciones de Wittgenstein, ciertamente, las he interpretado a partir de mi experiencia, puesto que no soy filósofo ni mucho menos experto en su obra. Son algunos de sus postulados los que me han inquietado durante años. «El lenguaje contiene las mismas trampas para todos; la inmensa red de falsos caminos mantenidos en buen estado». Y cuando saltan esos falsos caminos, afirmaba, él, como pensador, debía poner signos que ayudaran a pasar de largo por los lugares peligrosos.

Durante décadas me dediqué a mover los límites de mi mundo desde la perspectiva que me daban los libros que leía. Ciertamente, haber descubierto autores nuevos me producía asombro y emoción. Luego traté de entender cosas que no comprendía, a partir de la teología. Y mi horizonte se ensanchó aún más. Demorado y postergado siempre por el trabajo, abrí espacio también para la música; y hallé nuevos signos que estaban ocultos para mí. Pero fue a través de los viajes que acepté que este mundo no es como el de la televisión: que había un truco detrás de la manera cómo nos vendían la moto.

A mi manera, sin cruzar sus caminos, ni los de quienes lo estudian de verdad a fondo, me conecté con Wittgenstein en sus formulaciones fundamentales, sin reparar siquiera en las contradicciones que él mismo detectó en su propia obra y que en algunos casos lo llevaron a decir exactamente lo contrario de lo que siempre había sostenido. Para mí bastaba lo que siempre he tratado de comprender: que «las preguntas filosóficas son frecuentemente no tanto preguntas en busca de una respuesta, sino preguntas en busca de un sentido». 

Del poliamor y otros demonios

Por Juliana Bustamante Reyes
Abogada y docente, Universidad de los Andes
@julibustamanter

En los últimos años se ha empezado a hablar de un tema que no es novedoso, pero sobre el cual ha primado el silencio y el tabú: formatos relacionales alternativos que involucran a más de dos personas y que oscilan entre la simple relación abierta hasta la anarquía relacional, con todas las posibilidades que pueden desarrollarse en el medio. Esta tendencia, que genéricamente se nombra como ‘poliamor’, es una respuesta lógica a un sistema heteronormativo que ha sido esencialmente opresor de los deseos de las personas que hacen parte de relaciones convencionales y seguramente se ha visibilizado –en su forma más moderna– gracias a la exposición a información de redes sociales, a la crisis profunda que ha venido enfrentando el sistema neoliberal y patriarcal en el que –al menos occidente– está consumido, así como a las conquistas en materia de derechos que han venido alcanzando grupos y colectivos tradicionalmente marginados.

Viniendo de una larga experiencia monógama, he conocido algo sobre la vida poliamorosa y no puedo decir que estoy a favor o en contra de ella. En realidad, es muy difícil adoptar una postura definitiva al respecto porque precisamente lo que se reivindica es un abanico enorme de posibilidades de relacionarse, algunas de las cuales pueden funcionarnos, mientras otras no.  Lo que sí considero valioso es que exista una determinación por derribar desde la experiencia viva los límites impuestos desde fuera por mitos religiosos, generalmente morbosos, e imaginarios reproductivos como propósito único de la vida.

Formas de poliamor hay muchas, que pueden ser o no jerárquicas:  una relación estable abierta principal, con otros vínculos; poligamia, que es más horizontal;  formatos de relaciones alternativos explícitos, como triejas, dentro de un hogar con hijos, por ejemplo; vínculos con personas diversas sexualmente y cualquier otro tipo de relación sexo-afectiva por fuera de las normas impuestas por el sistema social y religioso occidental tradicional que conocemos, en donde todas las partes están informadas de lo que ocurre y así lo asumen. En mi experiencia personal puedo decir que involucrarse en una dinámica poliamorosa, cualquiera que sea, es un riesgo enorme en materia emocional. Esa realidad ha venido intentándose mermar a partir de una retahíla infinita de reglas sobre responsabilidad emocional y el surgimiento de una especie de culto sobre el tema, que asfixian la naturalidad de esas relaciones. Así, el reto ético que estas nuevas formas de vincularse presentan, ha llevado a intentar regularlas, lo que resulta paradójico, pues lo que se quiere combatir con el poliamor es precisamente la regulación que nos impuso un sistema determinado; es decir, no parece muy coherente acabar un mandato creando otro.

Estoy convencida de que es posible querer
y desear a varias personas a la vez

Vale la pena preguntarse algunas cosas sobre lo que estas apuestas pueden implicar. Por ejemplo, en un país machista y patriarcal como Colombia, en el que la infidelidad y el maltrato a las mujeres dentro de sus relaciones estables ha sido regla general, el poliamor puede aparecer como un validador de ese tipo de comportamientos que más que apostar por formas distintas y más amplias de amar, elimina el aspecto de culpa de los tradicionales ‘cachos’, sin que al final cambie mucho la problemática. Y aunque no pretendo victimizar a las mujeres, estoy convencida de que ser abiertamente poliamorosa es mucho más difícil para ellas que para ellos, porque es cuando la mujer actúa en consecuencia que realmente se quiebra el mandato y, por lo tanto, cuando vienen los juicios y la exclusión de esa que se ’volvió una promiscua o se enloqueció’. En esta misma línea, algunos críticos del poliamor hablan de que se trata de la venganza de las mujeres contra un sistema que nunca les ha permitido nada distinto a cumplir con el mandato del matrimonio para toda la vida. Todo esto solo muestra que el nuestro es un sistema que ha sido muy lesivo, maltratante e hipócrita sobre todo con las mujeres. El poliamor reclama justamente el derecho de todas las personas a vivir en libertad, reconociendo a los otros y otras que hacen parte de la vida de cada una.

Personalmente, creo que la experiencia de tener vínculos simultáneos con varias personas es más natural de lo que se quiere reconocer: cada persona es un mundo y tiene cosas únicas que dar y una sola persona difícilmente puede llenar todas las necesidades emocionales y afectivas de otra. En efecto, estoy convencida de que es posible querer y desear a varias personas a la vez. Lo que ocurre es que se requiere demasiado trabajo para lograr que eso funcione, pues los niveles de consciencia de las personas involucradas frente a esa decisión son muy variables, y generalmente siempre existe alguien que sale lastimado. El ego y los celos dentro del vínculo o en personas que no están dentro de él, pero que hacen parte de la dinámica, con frecuencia se imponen y acaban dañando esas relaciones.

En todo caso hay que decir que, en medio de tanta información disponible, en un entorno confuso y a veces tan deshumanizado por las rutinas productivas y por la tecnología, es reconfortante ver que el amor y la sexualidad tengan un espacio para repensarse y reivindicarse, más allá de la dogmática o el academicismo. Que haya búsquedas de nuevas formas de conectar, nos recuerda que somos humanos, independientemente del juicio de valor moral sobre lo que está bien o mal. Que el placer y el deseo se reconozcan como inherentes a la experiencia humana y que buscar su satisfacción sea un derecho que se reclame, es una expresión potente de las ganas de vivir que son al final las que mantienen al mundo en movimiento.  

*Abogada y docente, Universidad de los Andes
@julibustamanter

Lo peor de los abogados

Por Martín Jaramillo Ortega
Abogado
@tinzaoficial

«Hago una pregunta a los abogados de este país: ¿por qué hay tantos?». Este fue un trino del libretista Rafael Noguera en X (antes Twitter) el 12 de diciembre del año pasado. Más allá del buen humor, sí es algo que debemos reflexionar. Lo digo con conocimiento de causa: estudié derecho en la que a mi juicio es la mejor facultad del país y aun así me gradué con una infinidad de reparos con la profesión, con el sistema educativo e, incluso, con mis métodos de estudio.

El primer problema sí puede ser la cantidad de abogados. Somos el segundo país con mayor cantidad de abogados per cápita en el mundo, 728 abogados por cada 100,000 habitantes, sólo nos supera Costa Rica. No sé cómo funcione en el país tico, pero en Colombia, siendo un país santanderista con tendencia a dejar todo plasmado en un papel y cuya cúspide de tramitología tocó el cielo en el momento en que a algún funcionario se le ocurrió pedir la cédula ampliada al 150%, sí debe de ser un problema que los abogados seamos una especie invasora. 

Otro problema es la falta de autocrítica. Un abogado colombiano levita cuando cualquier persona le dice «doctor», pero le cuesta agachar la cabeza al momento de aceptar que el grueso de los juristas es malo, en las acepciones más amplias de la palabra. En cifras, entre 1996 y 2022 el aumento de los abogados inscritos es del 472% y en 2022 el 77% de los pregrados de derecho no fueron de alta calidad. Cada vez tenemos muchísimos más abogados y, en su mayoría, no están debidamente preparados. 

El alto ego de los abogados más reconocidos
del país ha hecho que, irónicamente, pierdan el juicio

Ni hablar de lo fácil que es poder ejercer. En Francia, por ejemplo, una vez se termina el pregrado hay hacer un máster para el ejercicio de la abogacía y luego aprobar un examen, el cual pocos logran pasar, del Centro de Formación de abogados. Una vez se surten estos tres requisitos ya se puede ejercer el derecho. En Colombia, únicamente hay que graduarse del pregrado de derecho, que dura como máximo diez semestres, para poder ejercer. Tenemos célebres casos como el del excontralor general, Carlos Felipe Córdoba, que logró hacer pregrado y doctorado en derecho en dos años y medio. Más que sospechoso si se tiene en cuenta que ‘Pipe’ Córdoba en su colegio tenía notas comparables con su gestión como contralor. 

En cuanto a los abogados referentes tampoco hay mucho de qué sacar pecho. El doctor ‘vencimiento de términos’ es uno de los principales males del derecho en Colombia y los abogados más prestantes –o, cuanto menos, los más prestantes a salir en la prensa– se han convertido en expertos en dilación y no en la buena praxis del derecho. Un buen ejemplo fue el que el periodista Daniel Coronell denunció en una columna de Los Danieles llamada «El aplazador». En dicha columna publicó la curiosa forma en la que el abogado Iván Cancino ha logrado aplazar en varias ocasiones la audiencia de juicio oral al autoproclamado «abogángster», Diego Cadena. En esta última vez, Cancino pidió el aplazamiento porque se cruzaba con otra audiencia. Cita en la cual había otra abogada defensora –su asociada– y cuya relevancia era menor. Dicho de otro modo, cansinos deberíamos estar de ejemplos de abogados como Cancino, por mencionar alguno de aquellos intocables juristas. 

En fin, el alto ego de los abogados más conocidos ha hecho que, irónicamente, pierdan el juicio. Algo habrá que hacer con tanto abogado de titulación exprés y carrera dilatada; nunca mejor dicho. 

No madure que se pudre

Por Olgahelena Fernández
Periodista

A raíz de los 18 años de vida que cumple nuestro adorado periódico, sin querer,  terminé elucubrando sobre la  llegada a la vida adulta, la madurez y la sabiduría.

Si  de algo tuve ganas en mi infancia fue de cumplir 18 años. Llegar a la mayoría  de edad significaba poder votar, manejar, tomar trago, tener cédula, poder firmar contratos, tomar decisiones médicas propias… En fin, poder decirles a los papás: «Yo ya soy adulta, no me pueden obligar a hacer lo que ustedes quieran».

Así que una vez que lo logré –como si envejecer fuera un logro– lo disfruté. Estaba convencida de que la vida sería genial y mis elecciones, tomadas con mi «increíble sabiduría», serían siempre las correctas.

¡Qué bruta!  Al poco tiempo me di cuenta de que estaba a años luz de conseguir algo de sensatez y que casi todas las decisiones que tomaba eran malas (o lo peor…les preguntaba a mis papás qué hacer ante cualquier tema importante), pero me dije: «Bueno, sólo tengo 20 años. Seguramente, los que se inventaron que a los 18  uno es adulto, se equivocaron. Con toda certeza en un lustro seré más madura que aguacate de esquina».

A los 30, ya con un trabajo serio y de mucha responsabilidad, creí que me las sabía todas, pero rápidamente llegaron los 40 y me di cuenta de que en la  anterior década también había sido una boba de mente estrecha y sin nada de mundo. Pensé: «Ahora, cuarentona, tengo claro de qué se trata la vida».

Lo malo fue que llegué a los 50 y en ese momento entendí que cada vez que usaba el retrovisor veía con horror lo tonta que había sido antes. Ahora me pregunto: ¿será que a los 80 voy a pensar que a los 70 era necia y majadera? Probablemente sí.  Permanentemente voy a sentir que me falta mucho por aprender y que siempre estaré a años luz de la madurez emocional.(porque la física es fácil de descubrir, basta con mirarse al espejo).

Pero si uno siempre está en proceso de aprender y cree que antes fue un insensato,  la duda obvia es: ¿qué es ser maduro?
Le pregunté a mi amigo, el diccionario. Esto dice: «Estado de desarrollo completo, tanto físico como mental,  de una persona, animal o vegetal».

Permanentemente voy a sentir que me falta
mucho por aprender y que siempre
estaré a años luz
de la madurez emocional

¡Qué desastre! Tengo más claro cuando  está maduro un aguacate que un humano. Me va a tocar cambiar de diccionario; quiero uno que me de certezas, no que me cree más dudas.
¿Será que la inteligencia es sinónimo de madurez? 

¿Todo adulto es reflexivo? ¿Las personas serias son más maduras que las desenfadadas? ¿Será que la gente finge ser seria para no parecer frívolo o superficial? ¿Podría ser que la supuesta madurez está sobrevalorada?
¿La gente querrá aparentar ser profunda  para presumir sabiduría?

¿Por qué los jóvenes creen que son super maduros –aunque no lo sean– y los más viejos creemos que nunca maduramos y que seguimos igualitos a cuando estábamos en el colegio?

Si la sensatez, la responsabilidad, la dignidad y la prudencia la dan los años, ¿un joven nunca podrá tener esas características?
¿Las personas solemnes son más dignas?
¿Es más respetable alguien ceremonioso que informal?

Pero el hecho de que yo no sepa explicar qué significa ser maduro no quiere decir que los demás no lo entiendan. Acá van algunas de las respuestas que encontré entre jóvenes de 24 a 27 años cuando les pregunté al respecto.

  • Hacer las cosas correctas a pesar de que no sean de mi agrado.
  • Comprender el mundo real, en vez de vivir en el ficticio.
  • Aprender de mis propios errores del pasado para tener un  futuro mejor.

La misma pregunta se las hice a personas mayores de 50.

  • No es que uno se convierta en  sabio; lo que pasa es que  se vuelve más justo en sus apreciaciones.
  • Es saber qué quiero y cómo lo quiero. Es decidir qué tolero y qué no.
  • La madurez es lo que a uno le pasa cinco minutos antes de podrirse.
  • En el día a día, la madurez es entender que el orden es importante, la comida chatarra no es una opción y hacer ejercicio es una obligación.
  • Entender que nadie es superior a otro porque piense distinto.
  • Es tomar decisiones con la razón y no con la pasión. 
  • Invertir toda mi energía en problemas graves y no desgastarme con pequeñeces.
  • Luchar por mis principios aunque a los demás les parezca una perdedera de tiempo.

 No tengo idea si al final de cuentas ser adulto significa ser maduro.. o si ser maduro es sinónimo de ser sensato, o si ser sensato va de la mano de la prudencia…En fin, no sé nada. Solo sé que Un Pasquín llega a su mayoría de  edad y como no es un aguacate, no se va a podrir.